Recientemente he leído un libro que me acompañó en la infancia (se encontraba en las bibliotecas familiares con cierta profusión, en aquellas colecciones de bolsillo de Plaza & Janés) pero al que nunca atendí. Los escenarios enlazan con imágenes poetizadas por Ridruejo en sus cuadernos divisionarios, con estancias/evasiones
de un castillo a otro recordadas en la postguerra por Céline, con momentos retomados por Jünger en sus memorias… Pero la escritura no encaja exactamente, aunque participa de estos tres nombres: el profundo desencanto de Ridruejo ante la degradación de un régimen en el que creyó y que se le cae a pedazos como expectativa a partir de la guerra total, planetaria (de la guerra como lastre con ínfulas de partner al lado de la feminidad enfermiza que encabezaba un mal llamado
III Reich –los paisajes que nuestro autor y Ridruejo vivieron llegan a confundirse-, guerra abocada a ser perdida entre imperios –uno que declina, otros que se afianzan- ante los que hay que postrarse del modo más descarnadamente
puttanesco –por aquello de salvar
la pelle-); el nihilismo abisal del monstruo trepanado Destouches recogiendo en su cabeza deforme y llena de ruidos escenas en las que la realidad enmienda la plana, superándolo, al mismísimo Bosco; la disciplina (entre la responsabilidad y el instinto de supervivencia) con que Jünger vive su guerra contra todos los mandos y a favor de todas las víctimas. En KAPUTT hay menos probidad cívica que en la desazón ridruejista y, desde luego, menos sobrehumanidad omnisciente y comprensiva que en Jünger: tal vez haya un mayor parecido con Céline en esa pulsión tremendista, en cierta delectación por los momentos más crueles (delectación no sádica, sino fatalista, casi penitencial, autoobligada como escupitajo lanzado al escapismo de la buena conciencia burguesa –que siempre, a toro pasado, transmuta sus abyecciones en heroísmos-), y también, en su
maledetta toscanitá de evitar autoinmolaciones gratuitas, anticipa a un Jünger futuro, el anarca Martin Venator (de vuelta de todas las guerras y emboscaduras, más agente secreto que guerrillero agreste, inasequible a la impaciencia). El autor de KAPUTT es un escéptico tras haber sido un exaltado. Es italiano, toscano, de esa región que elegirá Lecter (ese otro gran paradigma de la supervivencia) para mimetizarse por un tiempo (hasta una familia malhadada –los Pazzi- incidirá en ambos). Su exaltación (como a Ridruejo) lo llevó a primera línea del frente militar y político y el posterior desencanto, a sufrir prisiones y destierros. De vuelta hasta del desencanto, entre la distancia sobrehumana de Jünger y el cinismo convulso de Céline, Curzio Malaparte (revuelto contra su propia sangre alemana –por vía paterna- y también contra la afirmación italiana imperial que él vería degenerar de primera mano hasta extremos grotescos) nos describe en este libro sus muchas conversaciones con monstruos y con homólogos (como el español Agustín de Foxá) y con mundanas (frivolidades orgiásticas entre pilas de cadáveres que décadas más tarde serán recuperadas por Patrick Modiano –aunque en esta ocasión, sin la riqueza del testimonio, más como recreación novelesca-).
Tal vez en este momento de mi vida sea oportuna, hasta providencial, la lectura de KAPUTT. Para mejor aprender a sobrevivir, para mitigar mis cóleras poundianas ante la arbitrariedad y la injusticia y la cobardía y la estupidez (cóleras que pueden llegar eventualmente a abocarte a la jaula y al manicomio –destino éste que, cual factura damóclea, la sociedad y la familia me han pretendido siempre cobrar por aquello de ser hijo de mi madre y no haber hecho méritos de
cordura –esto es, de filisteísmo- suficientes como para que se perdone tal condición), para difuminar mi visión celiniana de rayos x que (como a Ray Milland en aquella peli) sólo me ha traído (por la paradoja de sacar a colación las miserias que otros callan y, al tiempo, no lograr ver esos trajes nuevos del emperador que todo el mundo alaba) desgracias y
un nivel de vida casi parejo, para aceptar de una vez que mi querencia por el sobrehumano Jünger no me ha llevado en ningún momento a situarme
a su altura ni como emboscado ni como anarca. Puede que mis últimos años, si el destino me da un respiro (veamos qué pasa con
el trabajo del sr Pinzolas, o con
LA RULETA CHINA, o con alguna expectativa de carácter personal que logre burlar
mi sempiterna soledad), sean mejores si aprendo de una puñetera vez a sobrevivir, a contemporizar, entre monstruos, entre pequeños monstruos abyectos y miserables inflados de buena conciencia que se ponen estupendos denunciando anécdotas mientras se callan como putas ante las categorías evidentes, ante los flagrantes agujeros negros, ante
los inexistentes trajes nuevos del emperador. Debo blindarme, como Malaparte, con una coraza entreverada de
probidad y cinismo, para no tropezar más veces en mi torpe renquear quijotesco. Debo, en una palabra, SOBREVIVIR.
Y lo mismo así en mi última hora, también como Malaparte (con su opción final por la China de Mao y su doble corte de mangas a las iglesias del PCI y del Vaticano -que se disputaban su alma en ese ferreriano viático
a deux-), pueda morir con una pirueta anarca,
lecteriana, que me reconcilie con mi quijotismo de otrora.
Se intentará…