[escrito en plena digestión del libro de Rafael Sánchez Ferlosio INDUSTRIAS Y ANDANZAS DE ALFANHUI]
Atípica ¿narración? Me la pasó Charlie justo cuando acababa mi relectura celiniana (de hecho, esa tarde él se llevó el VOYAGE... para empezar a sumergirse en el via crucis en que yo he vivido durante dos meses, un pie en una realidad ya bastante kippelizada y otro en el no menos acre negro sobre blanco –Charlie, con un entorno mucho más grato en derredor, podrá sumergirse en Destouches de manera más inocua, sin tanta crudeza, desde la distancia que siempre supone el batiscafo frente al frío glacial que cala los sufridos huesos de la pescadora de perlas-) y me trae a primer plano tantos momentos ligados (más o menos directamente) con mi muy primera infancia y sus deslindes entre campo y ciudad: como la vaquería de García de Paredes (mentada por Fernando Fernán-Gómez en sus memorias y que me lleva a ser consciente de mi larga cronología, con flecos de postguerra en el pompis) de la mano de la chacha Carmen (cuando anochecía, para recoger en jarra de hojalata la leche del desayuno); como el mercado de Olavide, también de la mano de Carmen, en busca de tebeos Bruguera a perra gorda el ejemplar (en compañía de esta misma fámula me vuelve también un domingo en Esquivias comiendo pajaritos fritos en sartén –crish, crish: determinadas canciones de las Vainicas me hacen revivir muchas de esas secuencias llenas de incipiente pasmo ante un mundo por descubrir-); como los ratos acompañando a la bisabuela Manuela y a la tía Pepa (las ancianas que se ocuparon de mis tres primeros años) mientras trasteaban en la cocina de carbón o, a la noche, cenando cardo guisado y pescadilla rabiosa en la mesa camilla bajo cuyas faldas latía el brasero; como mis andanzas con mi tío Antonio por el Parque del Oeste, la Casa de Fieras (la última visita por sus contornos fue finalizando la pasada primavera, cuando firmé ejemplares de EL ETERNO FEMENINO y la Feria del Libro todavía olía, tras décadas sin zoológico, a elefante, a león y a hiena), el Museo de Ciencias Naturales (aquí la nostalgia fue lacerante, por las referencias que hace el autor a la taxidermia) o la Dehesa de la Villa (lugar éste al que volvería milenios después con Casilda para solaz de Troy), sin olvidar esos descensos a sordideces del extrarradio (entonces, mucho más próximo y agreste, sin cinturones de autopistas ni adosados, que años más tarde recobraría en escenas de Baroja, Ramón, Solana, Azcona o Neville); como La Rociá, el chalet marbellí de mi tía Carmela (dando de comer a los gatos, explorando el bosque de eucaliptos, asombrándome ante el tamaño de los calabacines del huerto, examinando los helechos y buganvillas del porche, jugando con la excavadora Clim junto a la puerta de la cocina al acabar la merienda...); como esas tardes mustias de primera juventud viendo OFICIOS PARA EL RECUERDO y/o releyendo a Azorín (actividades prácticamente sinónimas); como la punzada de emoción que aún siento de pronto ante tal o cual secuencia de ciertas películas (EL ESPIRITU DE LA COLMENA, LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS...); como el embobamiento frente a determinados cuadros de realistas españoles (sobre todo, de Isabel Quintanilla); como el recuerdo doloroso de Aida Pandiello, mi groupie con alma bröntiana del 83, a quien suicidaron las mil voces de sus pasiones, que no le cabían en el cuerpo (y eso que era un cuerpo grande, de pantera rojiza y moteada, con trasunto de prao húmedo a la amanecida); como trances vividos mano sobre mano con Casilda en mis reencuentros tardíos con lo rural y aldeano (en Altea escalando el pueblo viejo tras un rato en la tienda de aromaterapia y objetos balineses, o por el caminito escarpado que une Les Basetes con Calpe, o sorteando zurullones de vaca por tal o cual bosquecito de la sierra del Lozoya, o triscando por montañas nevadas de Huesca y Lérida -reviviendo el asombro de aquellas primeras nieves que contemplé con mi tío a los tres años por plaza de España, casi desembocando en lo que más tarde sería el asentadero del templo de Debod-, o deambulando por Lisboa o por Oporto...); como la lectura de cierto libro en el porche de los Hutchinsons (cuarenta años antes había leído otro libro en otro porche, también en plena canícula); o como el fin de semana del pasado agosto que pasé con Jaime y Mariluz en su entrañablemente desquiciado rancho abulense (ideal para un remake del Saura más morboso –PIPPERMINT FRAPPE, ANA Y LOS LOBOS, MAMA CUMPLE 100 AÑOS o ¡cómo no! LA CAZA- pero también con un punto de la finca de ARREBATO donde Eusebio Poncela conoce a Will More –Jaime, con su frenesí videografiador, no pudo por menos que traérmelo a las mientes-)...
Momentos, en su mayoría, que vuelven como flores secas, como viejas fotos de álbum hallado en un desván. Momentos que no se pueden rehidratar como ñoras o setas chinas o tomates italianos porque la vida no es un guiso y, todo lo más, adquirirían la mendaz tersura espectral de los hologramas (porque lo que fue, fue, pero ya no es). Para el chaval protagonista que pierde su nombre al final de la peripecia y para el mismo Sánchez Ferlosio (según da a entender la muy prolija introducción) el libro es también, a estas alturas, flor seca que evoca lo que no ha de volver (aunque reposa en nosotros más allá del Alzheimer, en la memoria más profunda, primaria, quasi fetal, y que tal vez vuelva a desplegarse cuando, ya bien entrados los años postreros, cerremos el círculo de la vida). ALFANHUI, como las canciones de Carmen y Gloria, es patrimonio sustantivo de quienes hemos pasado de la infancia a la vejez sin dar un solo paso por esa senda pútrida y corrupia que se considera obligada y que se ha convenido en llamar madurez. La gente madura es ciega para un libro como éste, como lo es para sentirse conmovida por ¿una flor aplastada entre unas páginas? ¿una foto patinosa? ¿un porche de bungalow abandonado a medio cubrir por la hiedra? ¿la sonrisa triste de un hada/bruja sin edad entrevista un instante tras aquel ventanuco a la última caída de la tarde? Completamente ciegos.
Pues eso que se pierden.