Cada vez salgo menos de casa. Salvo ir a la compra o a alguna gestión muy puntual, sólo cuando alguien me saca a orearme por rutas muy concretas como de otro tiempo, vuelvo a caminar por calles que se me hacen día a día más antipáticas y ajenas.
Especialmente, me tira p'atrás ese tufo a okupación y a flanderismo progre (como de BARRIO SESAMO -momentos "gayovallecanos"- o de viñetas de José Ramón en comicios del PSOE aún húmedo del parto en Suresnes), esa histrionización de la urbe (que hace buena aquella otra de Alvarez del Manzano, con sus arbolitos con nombre de niño, su metástasis de Mingotes grafiteados, su obsesión por el casticismo más tópico y zarzuelero -hoy, cuando paso por el andén de Gregorio Marañón y leo las citas del buen doctor en los mosaicos de las paredes, tal vez el momento más hermoso de aquellas iniciativas, me emociono y me siento fuera de este tiempo terminal que ahora me toca sufrir-), esa suciedad creciente por las aceras, esa dudosa condición de rompeolas de todos los "orgullos" (gaylácticos -aquella semana estival del 2017 donde no se sabía dónde empezaba Carmena y acababa Cifuentes, ambas compitiendo en las mismas moñeces homobufas-, centrífugos -por aquello de los hermanamientos de Carmena y Colau y de la dialéctica "líquida" de Sánchez con el prusés-, ginagorreicos -Madrid, capital del "género" entendido como mucho ruido coreográfico y pocas nueces judiciales, por mor de la incontinencia garantista y el no a los castigos ejemplares- o presuntamente xenófilos -más allá de cartelitos y ornamentaciones, tampoco se ha ido a mucho más, salvo el dejar hacer a la anarquía "sumergida", clientelista y paralegal, auténtica partera de pendulazos xenófobos-).
En una secuencia de la película que hice con el sr Pinzolas añoraba aquel Madrid de mi niñez, que definía como INOCENTE en contraste con el actual: un Madrid todavía con bulevares (los bulevares que solía recorrer acompañando a mi madre a la consulta de algún médico de postín o de la mano de mi abuelo cuando íbamos a la casa de aquella señora rusa "descendiente de los Romanov" -yo jugaba a los trenes con su sobrino mientras él intimaba con la interfecta-), sin demasiado tráfico (yo he vivido aquellos fotogramas idílicos de MANOLO, GUARDIA URBANO, que, desde luego, la quirúrgica imbécil del MADRID CENTRAL no logrará recobrar con su desbarajuste), esplendores de una Gran Vía aún transitable (sin hacernos pensar como hoy en el bullicio lovecraftiano de BLADE RUNNER o en las vibraciones satánicas de EL DIA DE LA BESTIA) que junto a Esther volví a reencontrarme en cierta exposición fotográfica dedicada a la arteria que hace evos fue escenario de mis meriendas "british" en FUYMA (té con leche y tarta de manzana) o de tantas tardes de cine disfrutando a Peter O'Toole (en LAWRENCE DE ARABIA, COMO ROBAR UN MILLON o ¿QUE TAL, PUSSYCAT?), epifanías por Rosales o por El Viso (mi parvulario junto a República Argentina, imán de tantas sesiones fotográficas muy posteriores -junto a Carmen, a Esther, a Celia...-), o incursiones con mi tío Antonio por los rincones más poblachoneros y rústicos (por Cuatro Caminos o por Reina Victoria -aquella calle de los Vascos donde un pariente suyo tenía un taller de escultura-).
Ahora, tras el nefasto cuatrienio podemita, la okupación puede volverse recuperación si se abandonan casuismos y asquitos y complejines. Que a un personaje con su punto roarkiano como la sra Monasterio se la permita incidir en las decisiones a tomar en la nueva etapa del entorno madrileño, más dirigida a rescatar espacios de la entropía que a lo contrario, me parece, si no la sabotean o zancadillean, esperanzador. Veremos en qué queda todo...
fotograma de EL BOSQUE ZURDO (Pedro Pinzolas)
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