A Esther Peñas, autora de un testimonio de amor personal
y transferible sólo a la mirada cómplice del yo y su circunstancia
(procurarán destriparlo pero así no lograrán más que malentendidos)
Que los dioses nos den el temple (esto es, la lucidez) para convivir (esto es, cabalgar) un problema en su calidad (esto es, dignidad) de irresoluble.
Porque toda solución es falsa, sea la presunta erradicación (abocando a una existencia mutilada en la cual el problema, vuelto llaga y/o muñón, no hace sino enconarse) o sea la tramposa enajenación (¿elevarlo? a la categoría siempre dudosa de norma ejemplar a endosar al rebaño -ese rebaño en que borrarse en la uniformidad de la coartada, como aquel pobre hombre que Poe vio perderse entre la multitud).
De ahí que la angustia de Jouhandeu (destemplado pero honesto en su creciente conciencia de lo irresoluble de su problema) case y se complemente tan bien con la serenidad de su buen amigo Jünger (discreto en su doble acepción de lúcido y poco amigo de los escándalos).
Porque al final el meollo está en optar por la demagogia (estéril en su perenne movimiento pendular) o la discreción (continuum espiral donde cada avance tiene algo de deja vu).
Quien quiera entender... pues eso.
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