lunes, 18 de diciembre de 2017

LA BURLA DE LOS DIOSES



[recupero, con algunos ligeros retoques y añadido de citas, un texto inaugural de mi primer blog, EL PUNTO Z, blog hoy desaparecido y surgido en 2007 para albergar perlas provocadas por la arenilla de los conflictos sentimentales] 


"No me fuerces a nada, y lo haré todo." (G.F. a L.C.)

Mis impulsos sentimentales nunca se sintieron tan en sintonía como en la segunda mitad de los 70, al coincidir en buena parte con lo que veía, leía, escuchaba y se consideraba a la sazón recomendable desde los focos de vanguardia. Una visión del amor en su sentido más concreto, íntimo y cotidiano, aunando caricias y convivencias, humores físicos y psicológicos, con el rechazo a los límites de número y/o   género, a los apriorismos y estereotipos, al regodeo en la noción de diferencia, cuando amar se concebía como un juego abierto, como una aventura, como una exploración, más esquizoide que paranoide (si nos ponemos deleuzianos), como un safari cuya pieza más codiciada era el autoconocimiento a partir de los otros. Un autoconocimiento donde el Yo podía desarrollarse plenamente derritiendo sus gelideces al calor de la palabra “común” y no encastillando sus aristas en torno a la palabra “cocoon”.
La emoción especial que hallé en aquel tiempo al leer sobre los Alegres Pillastres de Ken Kesey o sobre los momentos más dionisíacos de la Factory warholiana, al escuchar los himnos pansexuales de Patti Smith o las misas ungidas de humores íntimos que oficiaba Jim Morrison, al contemplar las imágenes liberadoramente ambiguas que me deparaban films como TEOREMA, CONFIDENCIAS, PERFORMANCE, ARREBATO... o al tratar en aquel umbral de décadas a la antipareja Eduardo Haro Ibars-Blanca Uría, una emoción que después ya sólo encontraría, muy de tarde en tarde y en contados destellos (abocados ahora a la más completa catástrofe –los valores habían cambiado: lo que en los 70 se consideraba desde el ensueño utopista ahora se veía como nihilista cul de sac, como irresoluble tragedia para uso agónico de desplazados-), en rarezas como INSEPARABLES, JUEGO DE LAGRIMAS, CRASH o VELVET GOLDMINE...
Toda aquella aspiración pansexual, comunal, abierta, se iba obliterando a mi alrededor y el amor, como cualquier otro rasgo de los nuevos tiempos, se transformaba, privatizaba, cocoonizaba, cerrándose en categorías cada vez más definidas: ya no había vasos comunicantes sino compartimentos estancos, ya no había gente a la que amar sin discriminación sino casilleros en los que encajar (casilleros hetero, casilleros gays, casilleros lésbicos, todos afirmándose en los estereotipos más previsibles –esos mismos estereotipos que en los 70 se habrían rechazado como actitudes retrógradas y alienantes-). Y quien, como yo, no entraba en ningún casillero iba dando topetazos cual bola de pinball contra frustrantes y fugaces abortos de relación plenos de malentendidos, refugiándose de manera casi irreversible en una agridulce soledad fantasiosa (que, aparte los humores previsibles, se derramaba en canciones, cuentos, poemas, evocaciones de sesgo sentimental...).
De pronto, ya transpasado el umbral de siglos/milenios, los dioses, siempre traviesos, me depararon casi al tiempo dos presencias profundamente diversas pero igualmente atractivas por entonces a los ojos de mi corazón, ¿mimbres acaso para que yo realizara finalmente mi anhelo de antipareja, mi visión nunca satisfecha del amor consumado más allá del número 2, mi particular interpretación de la jardielesca frase “TU Y YO SOMOS TRES”? Yo, claro, desde mi puñetera ingenuidad de Robinsón sentimental, entré al trapo en el envite. Y, como era de esperar, me estrellé: nadie, salvo yo, estaba por la labor (se me ofrecía amor, sí, pero desde muy distintas perspectivas: amores, en realidad, y, ya digo, completamente antípodas, antagónicos, incompatibles, en el fondo como en la forma -uno surgido de un común impulso especular, narcisista, incluso me atrevería a llamar homófilo pese a la diferencia formal de género, basado en la búsqueda gozosa de afinidades, y el otro, por el contrario, sustentado en la fascinación por la otredad, por el descubrimiento de parajes emocionales desconocidos o enterrados, en mi caso, desde hacía mucho-). La coyuntura sublime que yo había creído encontrar se volvió desgarro, transtorno bipolar, felicidad mutilada en cada caso (bovarizando, tantalizando a la otra parte en tanto que ausencia), bolero cruel (“¿cómo se pueden amar dos mujeres a la vez y no estar loco?” ).
A fin de cuentas, los dioses sólo estaban burlándose de mis impulsos anacrónicos, tan vintage (no puede existir el amor como concepción abierta, como tentación monista, en tiempos de antiutopía: sólo disociación, bloqueos, fobias, mimadas como signos preciosos de identidad –y si te rebelas contra ello te llaman inmaduro, amorfo, asexual y te obligan a crecer, esto es, a tapiarte la fontanela del corazón-).
Sólo buscaba algo (al parecer, aberrante en nuestros días) como la consumación de este horizonte: que quienes más quería también se quisieran entre sí. Y pensar que hubo un tiempo en que tal aspiración se habría considerado hasta hermosa...     

"Siempre me quieren un poco como algo raro." (G.F. a L.C.) 



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