lunes, 1 de abril de 2013

LO PEOR...









Lo peor del régimen de Pol Pot no era lo que estaba ocurriendo en el interior sino la campaña de imagen que se desplegó cara a Occidente. Ahí ha de encontrarse el verdadero y más atroz sentido de la frase del líder de los Jemeres Rojos "SOLO HAGO LO QUE ME ENSEÑARON EN PARIS".

Lo peor de quien exige más claridad sobre el 11M es que, por contra, suele aceptar sin problemas la historia oficial sobre el 11S (y viceversa).  

Lo peor de la gente implicada en actos de violencia política es cuando pasan del mamporreo a la poltrona y al uso de oficina de prensa y criminalizan toda pesquisa y/o reproche sobre su pasado (esto vale, por supuesto, a destra y a sinistra, para terrorismos insurgentes y terrorismos de estado).

Lo peor de la tolerancia es que se basa en el choque de sesgos y facciones, cuando las preguntas hechas a una parte (nunca a todas las partes) se plantean más como estridente arma para el mantenimiento de la confusión que como discreto instrumento para esclarecer la verdad. La sociedad occidental, postmoderna y tolerante, no es sino un obsceno y global debate basura.



Lo peor de Occidente es la noción de confort espiritual, de buena conciencia: frente a ello, la visión oriental de Dios como catástrofe natural, como fatalidad demiúrgica, como poder trascendente y espejo testigo de nuestra pequeñez (sea el dios acuñado por las tradiciones religiosas y/o erotanáticas -Islam, India- o el construido por las tradiciones pedagógicas y revolucionarias -China, Vietnam, Corea del Norte- o el aceptado por la tradición existencial que tiene como eje el decoro y su constante tensión con las ¿libertades? impuestas por el ocupante -Japón, Corea del Sur, Thailandia-) es infinitamente más honesta. Sólo asumiendo esa actitud (cosa imposible para un occidental salvo que siguiese los pasos quasi cátaros de una Simone Weil o se acercase a la galaxia ortodoxa de raíz bizantina y eslava -el equivalente cristiano del Islam-) o la exactamente contraria, el egoteísmo predicado por Ayn Rand (que muy pocos han procurado practicar en profundidad más allá de la jactancia epidérmica), Occidente podría alcanzar la redención y recuperar la condición de entidad real.

La historia de la especie humana es la de un envilecimiento: el envilecimiento del combate y, con ello, la progresiva pérdida del sentido de la realidad al alejarse cada vez más del original torneo cuerpo a cuerpo para adentrarse en los informatizados juegos de guerra en los cuales, cuanto más se virtualiza la acción, más indiscriminado resulta el objetivo a combatir y más se pretende difuminar la responsabilidad. Jünger ha escrito muchas y muy diversas páginas sobre esto: de hecho, su obra toda podría sintetizarse en una reflexión última en su profundidad en torno a este envilecimiento.

Lo peor para quienes, de vuelta de todas las propagandas y espejismos de facción, podemos albergar en nuestro corazón, sin escamoteos ni coartadas de ninguna clase, idéntica y siempre intempestiva atención ante una activista torturada por la policía como ante la madre de un bebé reventado en atentado a una casa cuartel es la certeza de que nunca veremos a ninguno de nuestros mandatarios dirigirse al público con la definitiva sinceridad de este señor: 




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