(escrita en plena cabalgadura por las páginas de
Emilio Carrere, que ha ido recuperando
Valdemar desde hace una década, y que el amigo Dildo me pasó sin saber el impacto, en cuanto a avalancha de evocaciones, que estas novelas y cuentos me iban a dejar)
Mi abuelo Joaquín y mi tío Antonio, desde sus respectivas antítesis sociales, me descubrieron en la infancia mucho del Madrid carreriano:
el primero, señorito malagueño a medio desclasar (con resabios de bohemio y de truhán –el Arturo Fernández de la película de Miguel Hermoso lo clava no poco en sus ardides para ganarse la vida, al mermar el capital terrateniente que en su momento hizo a los Chinchilla dueños de una Marbella rústica y pescadora, previa al boom turístico iniciado con los Hohenlohe-), gran degustador en sus mocedades de narrativa
psicalíptica (Zamacois, Trigo, Retana, Insúa y, por supuesto, Carrere –esa manía que tuvo en sus primeros años de casado de disponerse a morir todas las tardes sobre las siete, colocándose el sudario, llamando al cura y no sé cuántos ritos más, hasta que mi abuela, versión wrestling de Bernarda Alba, le curó el
angst a base de palizones, esa manía, digo, tuvo que inspirársela por fuerza cierta historia gótica de Carrere-), mañariano (veo colgado frente a su adoselada cama un cuadro enorme donde se hizo representar con trazas de anacoreta, que él llamaba SAN JOAQUIN, y que parecía suponer como un talismán, variante penibética y neovelazqueña del retrato de Dorian Gray
–“Fernandito, gracias a este cuadro, por muchos pecados que tenga, al final iré al cielo: cuando seas mayor, dí que te hagan uno igual”-, aunque al final el cielo se lo ganó a buen pulso ejerciendo durante casi tres lustros como sufrido y no muy eficaz
whisperer de mi psicótica madre, quien acabaría por llevarlo a la tumba en el 72 por agotamiento y una flebitis galopante tras tragarse los menguantes dineros ganados a golpe de azaroso timón, dineros que se fueron mayormente en neurolépticos y en eventuales y poco fructuosas estancias en casas de salud), neurasténico (hipocondríaco, con un punto a lo
Howard Hughes, refractario al tabaco y al alcohol, siempre con su maletín repleto de medicinas, que se autoadministraba y prodigaba a los demás con la misma alegría que los caramelos de miel y los toffees que tanto le gustaban), coqueto (de recortado bigote a lo Sáenz de Heredia, practicante cotidiano de gimnasia sueca –lo conocí ya sesentón pero, al revisar fotos juveniles, compruebo que se daba un aire bastante acusado en sus facciones al
Arturo Cañas de CAMERA CAFE: otro, por cierto, andaluz y muy orgulloso de su linaje-, amigo de lucirse en las playas visadas por la censura con reducidísimos slips de culturista –el momento cinematográfico en que más nítidamente lo evoco es cuando Alfredo Mayo, con autocomplaciente morosidad, se aplica la crema bronceadora en LA CAZA-, siempre hecho un pincel con el sombrero con plumita ocultando la calva rematada en rizo jerezano, el alfiler de corbata, los ternos impecables, los abrigos entallados y las mil pulseras y sortijas y relojazos –costumbre ésta del enjoyamiento que adquirió durante sus años tangerinos-), con él me sumergí en el goticismo de los Briones (cuando leí ELOISA ESTA DEBAJO DE UN ALMENDRO me pareció no teatro del absurdo sino una crónica
verité de lo que pasaba en casa –años después, al volverse aún más paroxística la situación doméstica, me ocurriría lo mismo con el desasosegante gran guiñol ¿QUE FUE DE BABY JANE?-), en ese entrevero ying/yang medio satánico medio arcangélico que constituye la médula de todo señorito (
César González Ruano, otro
nuevo pobre, lo ha plasmado con sumo tino en sus artículos más subjetivos –quizás lo que más agradezco de mi fugaz paso por ABC en los mediados 80 sea el haberme descubierto aquella maravillosa antología, 300 PROSAS, editada por Prensa Española y que lustro a lustro reviso con deleitosa fruición-), en las obsesiones trasmundanas que me marcarían para siempre a muy temprana edad bajo la indeleble marca de Poe (el erotismo inmarchitable que rezuman las monjas, las vampiras, las inalcanzables, las etéreas, las imposibles, las prohibidas, ese apetitoso
“OH, VEN, VEN TU” ululado por Bécquer –en contraste total con la rutina quasi fabril de los tediosos y anecdóticos
despatarres millerianos-), en ese fino filo de Gillette que separa/une excentricidad y locura, de su mano o en aquel enorme SEAT 1400 A me fui iniciando en mis paisajes favoritos de la capital (El Viso, los bulevares del barrio de Salamanca, el paseo de Rosales, la Castellana entre Ríos Rosas y Cibeles o la zona entre Martínez Campos y Almagro -donde por un tiempo ha vivido el amigo Charlie Mysterio y donde residí también yo, salvo ocasionales paréntesis, entre los cuatro y los trece años-);
en cuanto a mi tío, vasco de orígenes rústicos con muchos rasgos tanto en su actuar como en su decir de Karlos Arguiñano, trompetista de profesión en salas de variedades y teatros de revista, que había hecho la guerra con Líster blandiendo el metal musical mejor que el percutor y que pasó por los campos de confinamiento del sur de Francia (mi abuelo, en cambio, tras permanecer oculto en los tiempos de dominio rojo, luego fue enchufado por Carlos Arias en su etapa malagueña de
retaliator, pero resultó tan desastre en todo lo que se le encomendaba –siempre dedicado a la persecución de orteguianas corzas, su máxima prioridad lúdica con el ajedrez y
la fotografía- que aquellas recomendaciones no le sirvieron de mucho hasta su descubrimiento, ya viudo y sin ataduras –sus hijas, por entonces, no vivían con él-, de Tánger, en la época dorada de este
cielo protector, donde la fortuna sonreía a los audaces, a los anómalos, a los bon vivants), me llevaba (siempre en transporte público –los tranvías temblequeantes, los mágicos trolebuses, los autobuses de dos pisos, o el antiguo Metro con asiento
para caballeros mutilados, privilegio franquista que, ironías del destino, la corrección política ha recuperado con sus corralitos para impedidos- o en el pedestre
coche de mi santo patrón) por Reina Victoria hacia el taller de molduras que dirigía su tío Valentín en la calle de los Vascos (donde estuvo un tiempo pluriempleado), o a los caballitos de la Moncloa (un tiovivo que estaba instalado donde ahora se alza el Ministerio del Aire), o a su ronda de chiquitos por las callejas cercanas a la Puerta del Sol (zona que desde hace un tiempo he vuelto a recorrer con Dildo, desde que éste anida aledaño con la Plaza Mayor), o a la Dehesa de la Villa a tomar una Coca Cola con patatas fritas (con mi abuelo las patatas se remojaban con Orange Crush en la Rosaleda o en alguna terraza de Recoletos).
El Carrere más elegante y el más canalla, el que describe tanto
ends of the saga caballeresca como no menos terminal calderilla, a través de los delirios de mi abuelo por intentar conservar una
posición que ya nunca mantendría salvo en la precariedad de la apariencia, y a través de las experiencias de mi tío con tantos personajes del género ínfimo (aquel amigo suyo, Carlos, anarquista
de derechas como tantos bohemios españoles –fiel lector de ARRIBA, periódico que, tras el chiquiteo, mi tío acababa llevándose a casa, pues al desaparecer MADRID y tratando de paliar su hueco con la amarillista metadona de PUEBLO, no encontraba un diario a su gusto, y le daba igual uno que otro, hasta que, en los 80, por presiones de mi tía y por ver qué
diantres publicaba yo, acabó comprando el ABC; diario éste preferido de mi abuelo tras su vuelta de Tánger, junto con los vespertinos EL ALCAZAR, en su etapa opusina de los 60, y más tarde INFORMACIONES-, que había publicado novelas en su juventud, autoeditadas y sin compradores, y que murió medio loco en una leonera del Madrid viejo, en pleno síndrome de Diógenes y angustiado con su paulatino olvido de las palabras –en su último año de vida, y muy impresionado por mis colaboraciones en ABC, el amigo Carlos me telefoneaba hasta un par de veces al día, como si yo fuese la señorita de la hora pero en versión Espasa, para que le refrescase su cada vez más mermado vocabulario-, me lo vuelvo a topar, imponente en su miseria a caballo entre
Sawa y Valle, al leer EL REINO DE LA CALDERILLA), personajes que algo después redescubriría, como entrañables estereotipos, en las antiheroicas encarnaduras de un José Luis Ozores, un Tony Leblanc o ¡el mejor de todos! un Tip.
Y mi abuelo, en sus regresos estivales a la todavía virginal Costa del Sol, retomó de manera oblicua el contacto con el Carrere de sus verdes años al tratar con cierta asiduidad a quien adaptó al cine LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS, el no menos hedonista y semidesclasado
Edgar Neville. Hoy en Marbella hay dos calles hermanando a mi abuelo y a Neville, la de JOAQUIN CHINCHILLA (dedicada a un ancestro homónimo pero, celoso de honores que no le pertenecían salvo por la coartada de la herencia, bajo cuya placa gustaba de
retratarse) y la, más reciente, de
EDGAR NEVILLE.
Tal vez mi trato en los primeros 80 con ese Sawa velvetiano que fue
Eduardo Haro Ibars me conmovió tanto por lo que me recreaba en su pasión existencial de aquellos ecos
a lo Carrere que me habían mostrado a comienzos de los 60 desde sus prismas antípodas mi abuelo y mi tío. En Eduardo, todo en uno, el señorito displicente y el vindicador prometeico, el dandy y el amigo de la gallofa, se unían.
Años más tarde (estos últimos años), otro personaje, el ya mentado
Charlie Mysterio (luminosa cara de una moneda de la cual EHI sería tenebrosa cruz), continúa chamuscándome la mirada con su desmesura carreriana, en este caso, épicamente
valleinclanesca, optimista hasta el final pese a las mataduras, como el simpar Sindulfo del Arco, el viajero infatigable de karma
wellesiano (eterno funámbulo entre la realidad cicatera y sus prodigiosos sueños), surfeando por la vida inasequible a las derrotas, trasunto sunshine del aristócrata Bradomín.
Hay algo también de Carrere que se me hace muy mío: su tarea de
bricoleur literario, que yo he practicado con asiduidad al reubicar textos, al crear novelas a partir de cuentos, al insertar poesías y canciones dentro de secuencias de narrativa, al adaptar al papel lo que antes fue material para la radio (o viceversa), al hacer nuevas versiones de libros primerizos (manteniendo el fondo pero actualizando los personajes y las situaciones), práctica que puede detectarse, creo, en toda mi bibliografía.
Y, precisamente, acabaré esta suite con un poema inspirado en el Max Estrella de LUCES DE BOHEMIA (aunque con la muy querida sombra de
Manuel Machado detrás) y publicado (creo que también radiodifundido) previamente por alguna parte:
El poeta se muere entre brumas de esquina
reposando el coraje sobre un frío adoquín
con la mirada inerme, la carne de gallina
y la voz hecha trizas delirando en latín.
El poeta es tan viejo como el siglo de oro
y tan sucio y tan loco y tan lleno de fe
y agoniza confiando voluntades a un loro
que ahí enfrente repite
«cuándo, cómo y por qué».
El poeta acaricia las paredes musgosas
y confunde su tacto con el de una cocotte
y las besa y las lame y las cubre de rosas
de su boca que sangra y las llama
«Margot».
El poeta no quiso nunca ser funcionario
y obsequiar con su musa a un gobierno venal:
prefirió seguir libre, apostando a diario
por el duro que, a veces, no llega ni a un real.
El poeta se cruza con el sol que amanece:
una luz se despide, la saluda otra luz.
Y el loro confidente, recitando, se crece
y su dueña se acerca y le da un altramuz.