«Elena Eso, como “amén a eso”», así me dijo su representante (un sujeto de aire hebraico –mejor dicho, con aspecto de muñeco de ventrílocuo que exagerase rasgos hebraicos: calva hornada con una diadema de rizos entre Punset y el señor Pignon de LA CENA DE LOS IDIOTAS, ojos saltones y entornados muy similares a cierto malvado de una de las películas anticomunistas que interpretó Paul Newman a mediados de los 60, nariz bulbosa más aguileña que respingona y labios gruesos y grandes, con un punto savateriano en su sonrisa batracia- que yo asocié con aquellos actores de teatro rojeras que solían intervenir en BARRIO SESAMO).
Estábamos en una soleadísima plaza de pueblo rodeada de soportales (se me vienen a la memoria los nombres de Chinchón, Ciudad Rodrigo y Trujillo, aunque no sé muy bien si por un remix que hace mi mente de la vez que LA MODE pasó por la localidad extremeña y se atracó de un barreño de cordero con ensalada, de aquel añejo visionado de ASIGNATURA PENDIENTE y de flashes de espacios documentales en canales locales de tv sobre pueblos de la comunidad de Madrid: eso sí, el representante me dijo que su pupila era de Salamanca y se supone que estábamos en esa provincia para asistir a un concierto suyo con ocasión de las fiestas del pueblo).
Había una parte de la plaza delimitada con barricadas de madera porque por ahí iba a desembocar un encierro de vacas bravas. La cháchara del representante se vio interrumpida por dos chavalitos que se disputaban mis favores (querían que les tatuase un autógrafo en salva sea la parte) a bofetada limpia (no tenían nada de rústico en sus trazas: parecían hermanos menores del efebo que me inspiró el PARA TI, con algo británico en su agresiva delicadeza, como sacados de una merienda concebida por Enid Blyton). Tuve que poner orden recogiéndolos bajo mis alas, en impremeditada imitación de la famosa secuencia de FREAKS, y ellos hicieron las paces usando mi cuerpo a guisa de Camp David.
Con los sobacos acariciados por los bucles de la chavalería, yo me sentía pletórico, en plena epifanía, y me dejaba arrullar por la verborrea promocional del representante. Empecé a elucubrar sobre su protegida: ¿tendría algo que ver con Kikí D’ Akí (de origen salmantino, si la memoria no me falla)? ¿o más bien se parecería a cierta cantautora castellana de aspecto corvino, Myriam de Riu, que tuvo su breve momento de gloria allá por la Transición, cuando el padre de Jaime y Guiller era precisamente gobernador civil de Salamanca? Todas estas preguntas me llevaban a pensar, todavía dentro del sueño, que aquello era un sueño y mi mente parecía buscar los motivos de haber elegido Salamanca como microcosmos. A medida que tomaba conciencia de la irrealidad de la situación, los efebos que cobijaba entre mis brazos se degradaron en haces de rastrojos lacerándome la piel y el representante se volvió totalmente muñeco de ventrílocuo y, al no tener quien lo accionara, se quedó quieto con la mirada perdida y la boca entreabierta. Entonces comprendí que nunca conocería a Elena Eso y que, en realidad, me encontraba en el pueblo de las muñecas de cera que Ramón describe en su novela GUSTAVO EL INCONGRUENTE.
La epifanía se trocó en soledad, la luminosidad se volvió penumbra y me desperté.