(continuación de la serie iniciada en EL PUNTO Z)
[supongo que el llevar elaborando desde otoño un libro de asunto bastante tórrido más el gozoso inri de haberse sumado al proyecto una fotógrafa habituada a trabajar con modelos (y, en el caso concreto de la entrada que vais a leer, puede que también mi subconsciente haya almacenado las evocaciones que me hizo Inma de su etapa adepta a los piercings) me ha hecho retomar una saga iniciada en el antiguo blog y nunca continuada hasta la fecha en éste, la de las ciberdiosas, esas mujeres a las que encuentro un especial carisma y que se muestran por la red en trances (nunca mejor dicho) intensamente atizadores del deseo]
Hará unas semanas descubrí a través de una página de culturismo femenino una chica que me llamó la atención aunque sin sospechar de su extrema y sugerente multiplicidad de facetas. Parecía tocar muchos palos (machaques de gimnasio, contorsionadísimas y calatísimas -por usar el peruanismo- sesiones de yoga, escenitas sáficas -mayormente con un punto sadomaso, bien en el estudio de ballet bien en el ring de lucha-, singulares experiencias de desarrollo branquial -que me aterraron y fascinaron a la vez al recordar las prolongadas ahogadillas que me practicaba mi madre en la bañera y en el mar y que me marcaron para siempre como inepto para la natación- y -esto lo considero muy de agradecer- nada de coyunda con varones -no puedo evitar el bostezo al contemplar a uno de esos titanes taladradores en plena tarea más bricomaníaca que orgásmica, a juzgar por las expresiones por lo general indiferentes o pésimamente fingidas de la pareja-) hasta llegar a la que parecía ser su (nunca mejor dicho) piece de resistance, el bondage, cuanto más enrevesado y pródigo en aparataje, mejor.
Ya he dicho en varias ocasiones cómo todo lo que implique maquinaria en la cosa erótica me deja frío y me hace pensar más en el profesor Franz de Copenhague, con sus complejos mecanismos rebosantes de poleas y polipastos, que en lúbrica alegría de pajarillas. Sin embargo, por otra parte, dejando las maquinarias a un lado, he de reconocer que mis mitos calientes más señeros tienen que ver de modo recurrente con la tensión, el dominio, la violencia, el peligro y la devoción: ahí todo lo ya explicado en la saga Honeybunny (repleta de replicantes, diosas guerreras, agentes secretas, tarantinescas hembras de presa, vampiras –con la sublime Ligeia a la cabeza-...), lo fantaseado en buena parte de mi narrativa (MARY ANN y LA CANCION DEL AMOR son dos buenos ejemplos), el hecho de que la primera ciberdiosa con la que me topé se moviese en paisajes muy cercanos a la estricta disciplina (guiños al CRASH de Ballard incluidos -nunca olvidaré el impacto que me produjo la figura de Vaughan, ese dios oscuro, y sus moiras Holly Hunter y Rosanna Arquette en la adaptación chorreante de morbo y diesel que nos regaló Cronenberg, quien ya había masajeado los rincones más ocultos de mi libido con la no menos tomatosa INSEPARABLES-) o lo turbadora que me resulta la presencia de la dominatrix Lady Heather en CSI: LAS VEGAS con ese rol (tan lleno de tensión sexual) de amiga confidente, con vocación de algo más íntimo, del retraído devorador de insectos Gil Grissom.
Pero nunca antes había hallado tal dedicación a estos menesteres, en los que la atlética y pluscuamflexible Wenona se somete a toda clase de pruebas físicas, pero sin la resignación o el victimismo de las tediosas y lloriqueantes heroínas de Sade, sino más bien (y ahí Lady Heather me daría la razón) con el temple del legionario o de una Uma Thurman en KILL BILL adquiriendo experiencia y sabiduría predadora al lado del maestro samurai de turno. Siempre me ha desagradado el regodeo en la humillación gratuita, tanto física como psicológica, y tal vez por ello no encuentro placer en recreaciones de snuffs, violaciones o sadomaso con claras connotaciones de verdugo y víctima (de hecho, una de mis experiencias más desagradables en sala de cine fue el visionado de la primera entrega de la saga HOSTEL) pero esa especialización de Wenona, con un punto esotérico, casi de ordensburg, como invitando a sumergirse en una realidad no apta para todos, me resulta muy hipnótica como puerta entornada hacia otras dimensiones, las del bondage como experiencia a disfrutar por todas las partes (algo que, en el instante en que escribo estas líneas, aún bisoño en el visionado de sus alucinantes tribulaciones, sigo contemplando como un misterium tremendum).