Puede existir la obligación de infligir el mal para suscitar esa sed y así colmarla. En eso consiste el castigo. Los que se han vuelto ajenos al bien, hasta el punto de que intentan extender el mal a su alrededor, solo pueden ser reintegrados al bien infligiéndoles un mal. Hay que infligírselo hasta que en el fondo de ellos mismos se despierte la voz perfectamente inocente que dice con asombro “¿Por qué se me hace daño?” Esta parte inocente del alma del criminal tiene que recibir alimento y tiene que crecer, hasta que ella misma se constituya en tribunal en el interior del alma, para juzgar los crímenes pasados, para condenarlos y, después, con el socorro de la gracia, para perdonarlos. Entonces, la operación del castigo ha culminado; el culpable está reintegrado en el bien y debe ser pública y solemnemente reintegrado en la sociedad.
El castigo no es más que eso. Incluso la pena capital, aun cuando en sentido literal excluye la reintegración en la sociedad, no debe ser otra cosa. El castigo es únicamente el procedimiento para proporcionar bien puro a hombres que no lo desean; el arte de castigar es el arte de despertar en los criminales el deseo del bien puro mediante el dolor o incluso mediante la muerte.» (SIMONE WEIL)