(a Barbara Parkins)
(continuación de la serie iniciada en EL PUNTO Z)
(texto inédito escrito a fines del 2000)
«Dejadme volver a aquel suave y espléndido futuro que no ha pasado porque nunca ocurrió.» (RAYMOND CHANDLER)
El olor que despiden algunas caras desde la distancia. La distancia del couché arrugado, de la pantalla de tv, del monitor VGA.
El olor nos aturde, nos avasalla. Todo huele en esa presencia. La melena fosca, sedoso y espeso edredón. Los ojos entornados por la mucha e intensa vida (fingida ante las cámaras, vivida off the record... ¿qué importa?). La sonrisa, de entrada, indiferente (¿el mejor preludio a ulteriores atenciones?). La piel con tendencia a lo violáceo (más que a lo rosado) en los rincones y vórtices singularmente propicios al beso libador y compulsivo... ¿Pero cómo puede oler tanto una imagen, una carne que es (aquí, ahora) solamente virtual?
El olor de un aliento que se adivina sin conocerse. El olor de alguien que andará ya por los cincuenta y ocho años y a quien deseamos con ímpetus añadidos, no importa su aspecto actual (para nosotros siempre será la inquietante muchacha que asomaba fugazmente en aquella historia de espías dirigida por Huston, la ominosa sureña de aquellos grandes relatos televisivos que tanta turbación trajo a nuestra adolescencia, la venenosa Christina que llevaba a los incautos al agujero negro de la desdicha, la casquivana oficial en aquella localidad de provincias de la que partirían para buscar nuevos horizontes, aparte de ella misma, nombres como Leigh Taylor-Young, Mia Farrow o Ryan O’Neal...).
Nosotros, que amamos (desde nuestro fondo más femenino) a las mujeres de cabello fosco y sino fatal, vemos su rostro de carne virtual y su espigado misterio cuando adoramos a nuestras habituales diosas (la Ligeia del amigo Edgar, la Madame Hydra de los cómics Marvel, la Lilith que Jehová desechó en el Edén por insumisa, la Medea gratinadora de niños, la Nadine Cross de LA DANZA DE LA MUERTE...).
Hoy, en uno de nuestros primeros anadeos por la red, la buscamos como se busca a una vieja amiga a quien hace mucho que no se ve pero a la que nunca se olvida, como el poeta Cirlot hubiese buscado a Rosemary Forsyth de haber tenido uso de navegador. Y la encontramos en páginas web, en altares de adoradores, en perfiles biográficos, en reclamos de carne fresca ofreciendo sus imágenes más prohibidas. Nos enteramos de su ascendencia canadiense y nos sonreímos al recordar que otra de nuestras diosas más oscuras, turbadoras y lúbricas (Carole Laure) también comparte esa ascendencia.
La gente continuará sin saber de quién diantres hablamos cuando pronunciemos su nombre («¿Barbara Parkins?: no me suena») y eso nos la hace todavía más nuestra. A ella, a su expresión enigmática (de agitanada Gioconda), a su olorosa carne virtual.
ilustraciones: THE LEFT HAND