«A los otros es preciso destruirlos. A todos. Para que yo pueda levantar mi rostro al sol es necesario que sea devastado el mundo entero...» (líneas de Yukio Mishima que bien podrían haber sido -sino escritas, al menos- pensadas por Harold Lauder)
Me identifiqué bastante con él allá por los 80. ¿Las conexiones?: su condición de patito feo con una actividad intelectual superior a la media, su querencia por la escritura (creo que fue él quien me indujo a escribir con cierta frecuencia en segunda persona) y su abultada libreta de afrentas, amén de sus primeros y jaujescos días de convivencia con Nadine Cross (en plan esto no puede estar pasando -antes de que la relación comenzase a oler a podrido-). Más allá de eso, no me identifico ni con su obesidad (nunca he podido ponerme en la piel de un gordo -la obesidad, tanto física como espiritual, siempre se me ha hecho ontológicamente ajena-) ni con su petulancia progre (mi petulancia -resulta perogrullesco a estas alturas- se sitúa en la antimateria de lo progre) ni con lo vergonzosamente explícito de su actitud posesiva ante terceros con respecto a su compañera de periplo Fran Goldsmith (yo habría reaccionado de manera más resignada, más -si se quiere- pasivo/agresiva -como suelo decir, a lo Rafael Alonso en EL BAILE-, con un mayor sentido del ridículo y conciencia de mis propias limitaciones -aparte de que Stu Reidman, con su aura a lo Gary Cooper, es un sujeto que me resulta simpático y a quien nunca podría ver como una amenaza: en el fondo, Harold no siente celos de Stu, sino de aquello otro, inalcanzable, inasumible, subversivo, que detecta en Frannie-).
En esta última lectura de LA DANZA DE LA MUERTE (el pasado septiembre, la quinta hasta el momento -tres veces la edición original de finales de los 70 y otras dos la versión ampliada que se publicó en el 91-) me sentí más lejos de Harold que nunca, salvo (insisto) lo ya mencionado antes (pero descartando ahora por completo el complejo de patito feo).
Físicamente, durante mucho tiempo lo vi como un trasunto del autor (no sólo en lo físico: toda la espesa moralina maniquea que recorre la obra me parece más una máscara del novelista de éxito tratando de conformarse a los moldes mainstream -un poco como su personaje jugando a la politiquería en Boulder- que un testimonio visceral de su visión del mundo -encuentro más honestos en ese aspecto títulos como OJOS DE FUEGO, CARRETERA MALDITA o ¡cómo no! MISERY-) y de ahí que me chocase tanto cuando, en aquella pésima adaptación televisiva de finales de los 90, a nuestro hombre lo encarnó el flacucho y anodino protagonista de PARKER LEWIS (¿algún remilgo políticamente correcto por si la mayoría obesa de teleespectadores se ofendía?). Esta vez mi percepción de la imagen de Harold ha variado: por mi cabeza bullían todos esos gordos y gordas chungos emanados de MONDO BRUTTO y de sus franquicias y ¿cismas? (las interrogaciones, por cuenta de Dildo, que seguramente relativizaría bastante la diferencia de talante y visión del mundo entre matriz y escisión -y yo le doy la razón, desde mi propia y triste experiencia: en realidad, el único cismático auténtico emanado de MB sería el propio Dildo, y su carrera e inquietudes posteriores así lo muestran-), amén de personajes no menos afines vistos en cine y tv (de tal modo que en este septiembre, al toparme con Harold Lauder, la imagen porcinesca de Stephen King en la contratapa se desvaneció para dar paso a Philip Seymour Hoffman -pienso en el sombrón victimismo de HAPPINESS o, aún mejor, en el maquiavelismo torpe mostrado en la última de Lumet-, o al simpsoniano dependiente de la tienda de tebeos paseando con la vieja Skinner mientras escupen a lo Kashiwagi contra la puesta de sol).
Bueno, todo sea dicho, también Harold Lauder tomó ocasionalmente en esta lectura última la figura mohína de Juan Manuel de Prada (especialmente cuando lanza esa mirada cargada de crispación en los debates del Buruaga si alguien le interrumpe en uno de sus speechs -speechs muy amenos, por otra parte: más que los de la media de contertulios, sólo parejos en interés y agudeza a los de Rosa Díez-).
Está bien acabar esta primera entrega de visiones apocalípticas mentando a Rosa Díez, la única figura política de nuestro país que está sacando rédito de la crisis (nadie mejor que ella puede asumir -para sus adentros, claro, que tonta no es- el lema baaderiano "CONTRA PEOR, MEJOR" -interesante paradoja en alguien cuyo discurso se asienta básicamente sobre premisas antiterroristas-). Un poco como Harold en su breve momento de gloria más allá de las ruinas.
ilustración: THE LEFT HAND