Dado que en mi niñez nunca fui solo al colegio (siempre en el bus escolar o acompañado de un adulto) hasta los trece años no tuve ocasión de vivir realmente esta experiencia. Ocasiones, dos y las dos regresando del colegio y en el mismo sitio, donde estaba la salida de Metro de Ríos Rosas junto al depósito de agua del Canal y frente al parque de bomberos. La primera fui abordado sobre la una de la tarde por un borderline de edad indefinida (¿tardoadolescente? ¿veinteañero?) a caballo entre Meat Loaf y Oriol Junqueras, a quien pude dar esquinazo (advertido de sus escasas luces) accediendo a su propuesta de consumación de sus intenciones al anochecer en la Casa de Campo (así, sin más concreciones: se quedó satisfecho y yo llegué a casa a salvo para almorzar). La segunda fue más chunga: en el mismo lugar, ya anochecido (serían las nueve más o menos), se me acercó un sujeto que reconocí (de no ser su gemelo doppelganger, cosa que dudo) de un grupo por entonces muy popular que hacía versiones pop de canciones de las que Patino había recopilado "para después de una guerra" y, pretendiendo enredarme con el despliegue de una baraja de fotos guarrillas, intentó lo que el otro lelo pero en plan más tortuoso y esta vez me zafé aduciendo que tenía prisa y apoyándome en la mirada reprobadora de una pareja de ancianos que se dieron cuenta de lo que estaba pasando (o tratando de pasar) y que le bajaron los ardores a nuestro rumbero paidorro.
Pero en mis años prepúberes el cine me deparó dos nombres cuyos caramelos nunca me atrajeron (más bien me daban grima por su excesiva viscosidad) y cuyas vidas más allá de la cámara confirmarían mi aversión: hablo de Chaplin y Disney. Hoy en que, a través de la apoteosis de la buena conciencia, de la corrección política, del buen rollito cada vez más didácticamente totalitario, de la dictadura oenegera, la demagogia charlotiana o las tareas institutrices de Mary Poppins (hoy heredadas por súcubos entre lo cursi y lo mansoniano como Irene Montero) se unen en esa bulimia de Disney acaparando (como no lo logró ni su epígono Spielberg) todo lo audiovisualmente infantil y juvenil y en el culto al "pequeño vagabundo" (frente a la mucho más honesta educación en la realidad que nos deparaban el kafkiano Pamplinas o los sabiamente nihilistas de Groucho y sus hermanos), veo cómo lo que ayer fue un recuerdo baboso (tan bien ejemplificado muchas décadas después en las comisuras goteantes de ZP, a cuyo lado los chorreones salivares del dragón de Komodo son fuente de salud) hoy es anticrística antiutopía. Occidente es un parque temático que deja enano el carisma ominoso del que aparecía en PINOCHO (el primer espejo en que mis traumas niños se reflejaron y que he considerado siempre como una película de horror y estéticamente horrorosa también). La nueva Biblia es la transhumana eyaculación de los Wachoskos y quienes antes acechaban en las puertas de los colegios hoy están dentro y dirigen la cosa educativa. Afortunadamente, esta secuencia terminal ya se ha sufrido otras veces y eso es lo bueno que tiene lo terminal, que está destinado al ACABOSE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario